AUFERSTHEN

                                                        Por Juanjo Mardones. Tenor del Coro de la APM

El director se situó frente al atril, colocó la partitura, se ajustó las gafas y elevó los brazos dispuesto a iniciar el primer movimiento de la Sinfonía nº 2 de Mahler. Comenzaba un tiempo de música densa y exigente que, si para el Coro de la Asociación de la Prensa de Madrid significaba un hito en su todavía corta trayectoria, para la mayoría de sus integrantes suponía no sólo afrontar un difícil reto musical sino la posibilidad de vivir una experiencia que se presentaba plena de fascinantes expectativas. Para conocer el camino que nos había llevado hasta allí, hasta Sevilla, es necesario volver la mirada atrás, aunque no demasiado lejos.

 

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Los miembros del Coro de la APM regresábamos de las preceptivas vacaciones veraniegas con el buen sabor que nos había dejado el estreno del Aleluya de Haendel, causa de nuestros musicales desvelos durante el último año. En esta primera reunión, se trazaron las líneas maestras para el nuevo ejercicio, un curso que venía marcado en el plano político por la presidencia española de la Unión Europea, lo que se consideró como una buena ocasión para orientar la actividad del Coro. Se decidió, en consecuencia, preparar la “Oda a la Alegría”, himno de la Unión Europea, que podía darnos la posibilidad de alguna actuación relevante.

Y en esas estábamos, a finales de noviembre, cuando el bajo Ricardo Martín nos anunció la existencia de una “invitación”, una invitación que parecía un tanto envenenada. José Carlos Carmona, director de la Orquesta y Coro de la Universidad de Sevilla y director de la Orquesta Sinfónica Hispalense, había visto y escuchado nuestro glorioso Aleluya y, como no podía ser de otra manera, quería contar con nosotros para interpretar la Sinfonía nº 2 de Mahler en el concierto que tendría lugar en Sevilla el 19 de marzo  de 2010. Creo que se trata de una buena oportunidad, para probar nuestro talento... decía Ricardo. Y eliminaba cualquier sombra de duda sobre nuestra capacidad contestando a su propia pregunta: ¿pero tenemos talento?, claro que sí. ¿Podemos lograrlo de aquí hasta marzo? Eso es otro... cantar, concluía, jugando con las palabras.

 

 

 

Han llegado testimonios de que en esta ocasión más de un compañero ha tenido que escuchar en casa aquello de “Te lo digo por última vez, ¿o Mahler o yo?”.

 

 

       Quien podía ponderarlo era nuestra directora, Mari Ángeles Calahorra, y en eso quedó, en que lo estudiaría, porque Mahler, según los que sabían de esto, era mucho Mahler. Una semana después, Mari Ángeles, quizá para motivarnos, dijo que era imposible, que se trataba de una obra muy complicada y que teníamos poco tiempo para prepararla. Y otra semana más tarde nos dijo que lo había estudiado con mayor detenimiento y que, si estábamos dispuestos a trabajar duramente, que quizá se pudiera montar. Yes we can era el lema del momento, y a él nos aferramos. Nosotros también podríamos. Unos días después nos llegó la partitura, la partitura de la obra completa, un espectacular galimatías que, si bien nos permitía valorar el ingente trabajo de los compositores, poco nos decía acerca del trabajo del Coro. Bueno, quizá lo dijera todo pero para muchos de nosotros no resultaba fácil desentrañarlo. Era el 15 de diciembre, se iniciaban las fiestas navideñas, un tiempo de letargo que paralizaba el país y también la actividad del Coro. El reloj corría en nuestra contra.

A la vuelta de vacaciones, a dos meses de la cita, alguien organizó la asistencia al concierto de la Orquesta y Coro de Radiotelevisión Española que iba a interpretar la obra de nuestros futuros afanes. Y digo futuros porque por entonces todavía no parecía muy firme la decisión de aceptar el envite. Algunos, al menos yo, sólo supimos de Mahler al descubrir su música prodigiosa en la película Muerte en Venecia, y sobre todo cuando Alfonso Guerra proclamó su devoción por el compositor checo. Ahora íbamos a conocerle un poco mejor. El programa de mano ya nos anticipaba algo: “una música extravagante y oscura”, “una obra descomunal”, decía. Inmersos en el mundo interior que nos proponía, en su ansia por encontrar un sentido a la vida, escuchamos con devoción sus respuestas. Al terminar la audición, las reacciones, las lecturas entre los miembros del Coro, aunque dispares, denotaban al menos el interés con que habían seguido la actuación: el elenco femenino se mostraba unánime en valorar la actuación del percusionista, o al menos su buena planta “uff” decían; las opiniones masculinas, sin embargo, estaban más divididas: unos manifestaban su admiración por la melena de la flautista, mientras otros ponderaban la lánguida compostura de la concertino, Martina Teodorova. 

Una semana más tarde, el 21 de enero, Mari Ángeles nos envió los midis para que cada miembro del Coro pudiera estudiar por su cuenta. Mahler había entrado definitivamente en nuestras vidas. Cada uno los utilizó según sus posibilidades: unos ayudándose con discretos reproductores de mp3, otros con los invasivos altavoces del ordenador, o el cd del coche. La técnica era repetir y repetir hasta fijar en algún recoveco del alma la esquiva composición. Ya tenemos precedentes de los devastadores efectos del sistema, nunca olvidaremos cuando la hija de Paz, víctima inocente de los afanes musicales de su madre, nos cantó y nos encantó con su infantil versión de El menú entonando con su media lengua lo de “frescos calamares, sollo, pecadilla frita...” en lugar de al cocherito leré más propio de su edad. Sin descartar nuevas aportaciones familiares, han llegado testimonios de que en esta ocasión más de un compañero ha tenido que escuchar en casa aquello de “Te lo digo por última vez, ¿o Mahler o yo?”.

Pero de una u otra manera continuamos adelante, adentrándonos en el intrincado universo del autor que nos descubría recursos musicales para nosotros inéditos. Ya no nos bastaba con ajustarnos al compás de la obra porque Mahler, cuando más confiado estabas ¡zas! te lo cambiaba, y antes de que te adaptaras al nuevo ritmo ya te encontrabas con otro nuevo; era como andar a trompicones. Tampoco valía la referencia de la altura de la nota en el pentagrama porque con Mahler nada te garantizaba que una nota escrita en la línea de abajo fuera más grave que la que aparecía en el espacio superior.  Era una composición con muchos bemoles, bemoles escurridizos, además, que aparecían y desaparecían sin que fuera posible encontrar la lógica de sus movimientos. Para aumentar nuestro desconcierto, los bajos debían cantar en el terreno de los tenores, las contraltos y los tenores en el de las sopranos, y las sopranos allá por la estratosfera. Si para Mahler componer consistía en crear nuevos mundos a partir del caos, no cabía duda de que estábamos captando la clave de su creación. Pero aparte de la música estaba la letra, Mahler entendía que la voz humana le era imprescindible si quería expresar ideas además de sentimientos; y las escribió en alemán, claro, una lengua que, gracias a nuestra innata creatividad, convertimos en algo nuevo, más próximo, aunque las ideas del autor quizá hayan quedado algo más opacas.

La altura musical en la que nos movíamos no impedía, sin embargo, que añorásemos tiempos pretéritos, cuando la “l” con la “a” se pronunciaba “la”, que tan sólo debíamos repetir para componer el entrañable “la, la, laaaaaaaaa” de La reina del placer, un título que ahora  cobraba todo su sentido. Esta añoranza, sin embargo, estaba de alguna forma satisfecha pues preparábamos simultáneamente la siguiente actuación, donde estrenaríamos el Coro de románticos de Doña Francisquita de resonancias mucho más familiares.

Las semanas pasaban mucho más rápido de lo que queríamos mientras el aprendizaje de la obra progresaba más lento de lo que necesitábamos. Faltaba poco más de un mes para el evento sevillano y ni nos sabíamos la obra ni sabíamos con seguridad si acudiríamos a la cita. A pesar de las incertidumbres se habilitó un programa de clases extraordinarias en el que justo es señalar el trabajo de Chus, y no menos justo es resaltar la excelente respuesta de los coralistas, que parecíamos haber asumido el empeño como una suerte de desafío. Las provechosas clases de Chus eran ortodoxas pero el alumnado, imbuido del espíritu de Mahler, tendía al caos como germen de la creación. Chus, armada de paciencia, tenía que pelear con la partitura y con la profundidad de las cuestiones que planteábamos: “... pues yo no he recibido el midi”, “...mi partitura es diferente”, “... yo no encuentro mi voz”, “... a mi no me encaja la letra”, “... en el midi hay más notas que en la partitura”. Pero Chus, lejos de arredrarse por ello, se animaba con nuestra tortuosa progresión, con nuestros hallazgos musicales. Nunca olvidaré la cara de satisfacción que puso cuando un compañero le confesó ilusionado que había encontrado un cero sin rabillo que resultaba que también era una nota, había descubierto la redonda; o la expresión de íntima felicidad cuando, después de media hora explicándome el tresillo le dije que no sabía si era un espacio con capacidad para cuatro en el que debían entrar tres, o un lugar para tres donde tenían que caber cuatro; lo mismo que pasaba en el sofá de mi casa.

En los momentos de desaliento, cuando nos atascábamos, cuando pensábamos que no íbamos a ser capaces de negociar las curvas más difíciles de la partitura, nos aferrábamos a la ambivalente esperanza de que quizá el viaje a Sevilla no se realizaría nunca. Pero el 23 de febrero esa escapatoria desapareció, pues el Coro decidió en votación acudir a la cita. Era curioso el empeño, la dificultad de la obra se había convertido en un acicate y las condiciones del viaje parecía que también. Queríamos cantar a Mahler en Sevilla y lo íbamos a hacer Yes we can.

A partir de ese instante los problemas ya no eran sólo musicales sino también logísticos. Los primeros se afrontaron incrementando el número de horas de clase y de ensayos; avanzábamos, empezamos a tener la sensación de que la partitura no iba a poder con nosotros a pesar de que tan sólo nos quedaban veinte días. En el otro flanco las noticias eran más inquietantes, a juzgar por los correos de Merche González Frías: “las habitaciones triples tienen baño compartido por cada dos y las cuádruples espero que un baño... el problema es que vienen tres parejas (a la mía ya le he dicho que ni se le ocurra venir)... y cuatro personas quieren estar solas... No salen las cuentas de ninguna manera, se me está cayendo el pelo del estrés”.

El tiempo se nos echaba encima y llegamos de manera inevitable al último ensayo propiamente dicho. Mari Ángeles hizo los penúltimos ajustes: estableció los núcleos duros de cada cuerda, ajustó las afinaciones, el “tempo”, la dinámica de la obra y quiso, como Mahler, transmitirnos el mensaje escrito para que nos ayudara a interpretar su música. La primera frase elegida “Wieder aufzublün...” quería decir, al parecer, “¡Para florecer fuiste sembrado!” que, la verdad, tampoco nos aportaba demasiado a la hora de ponerle sentimiento al asunto; desde luego mucho menos que nuestra Doña Francisquita con cosas como aquella de madrileña guapa que en esta capa cabemos los dos; así que, Mari Ángeles desistió del empeño. Ya sólo quedaba la llegada del director de la orquesta para conocernos, escucharnos, y establecer los criterios que juzgara

oportunos. Era una visita inquietante, como cuando íbamos a examinarnos al Instituto con profesores o catedráticos distintos de los que nos habían preparado durante todo el curso. Algún miembro del Coro decía, como para animarse: parece un tío encantador”; para, a continuación, atemperar un poco el optimismo con un preventivo claro que todavía no nos ha oído”.

Y tres días antes de la actuación, el director de la orquesta llegó, eso sí,  acompañado de Irina Kalashnikova, una pianista rusa con cara de sevillana, que no parecía tener nada que ver con su bélico apellido. José Carlos Carmona nos dio una charla previa en la que desgranó su ideario musical: la música era algo volátil, decía, no tenía pasado, dejaba de existir de inmediato, por tanto, había que mirar siempre adelante sin preocuparse demasiado por los inevitables fallos; luego, refiriéndose a nuestra concreta actuación, añadió que lo importante era el hecho de estar allí juntos, que había que poner pasión, emoción, que teníamos que entregarnos y disfrutar del momento. A esas alturas de la charla, no sabíamos si aquello era una estrategia para relajarnos o constituía realmente su forma de entender la música. Tras esta alentadora introducción, interpretamos las partes que nos correspondían en la obra, en las que Carmona introdujo algunos pequeños cambios, sobre todo de “tempo”, que sin embargo rompían los frágiles agarraderos en los que algunos nos sosteníamos.

Carmona tiraba para adelante con tanta determinación que trató de que cantáramos La canción del destino de Brahms que completaba el programa del concierto. Yo no entendía nada, pues si para montar un tema sencillo tardábamos no menos de un mes, no podía comprender que ahora se intentara poner en marcha una obra de Brahms en menos de una hora. En un determinado momento creímos entender que no le importaba demasiado cómo lo hiciéramos, que lo único que nos pedía era que no cantáramos durante los silencios. Y aquello me recordaba la celebrada frase de Alfredo Di Stéfano cuando le dijo a un portero que no le pedía que parase los balones que iban a la portería, que tan sólo le pedía que no metiese los que iban fuera.

Pero, afortunadamente, se impuso la realidad, Carmona desistió del intento y se despidió cuando aún disponíamos de una hora para ensayar. Se marchó aparentemente contento, mientras yo quedaba abocado a la “espantada”, porque después de dos meses intensos de trabajo tuve la sensación de no haber dado una a derechas, de que aquello no funcionaba.  Me

llamaba la atención que Carmona pudiera estar conforme con nuestra actuación, que no quisiera afinarlo un poco más, que tan sólo manifestara su discrepancia con la invitación a boquerones que tenían prevista para nosotros y que, como malagueño, no aprobaba que se pudieran ofrecer en Sevilla.

 

 

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Dos días más tarde iniciamos la Operación Sevilla, el traslado de la treintena de miembros del Coro que íbamos a participar en el concierto. Tratándose de

Sevilla, el AVE estaba llamado a ser el medio de transporte prioritario, aunque no el único, claro.

Tampoco hubo acuerdo a la hora de coordinar los horarios, y la llegada se fue produciendo de forma escalonada como cuando se tratan de evitar las caravanas. Sin embargo, a última hora, saltó la alarma, una llamada nos alertaba de que Javier y Rafa se habían dejado olvidado a Fernando Bejarano en una gasolinera y que tenían que volver a recogerle. Por fortuna, el incidente no pasó a mayores y consiguieron llegar los tres a tiempo para el ensayo, desmintiendo así los rumores sobre la intencionalidad del olvido.

La cuestión es que, a la hora convenida, las ocho y media de la tarde, entrábamos en la Parroquia de El Sagrario. Acababan de celebrarse los Oficios y era

necesario montar los graderíos para el Coro, porque no cantábamos solos, lo hacíamos con los coros de la Universidad de Sevilla y el de Estudios Hispánicos de la Universidad de Córdoba; una impresionante masa coral de doscientas voces. Allí estaban también, afinando sus instrumentos, los miembros de la Orquesta Sinfónica Hispalense. Al director, José Carlos Carmona, le encontramos acarreando plataformas, una prosaica tarea a la que nos sumamos, incluso los tenores, en un gesto de humildad sin precedentes. El caos mahleriano estaba presente en el operativo; Carmona nos lo había dicho: “tendréis que buscaros la vida”; y nos la buscamos porque, aunque desperdigados por el graderío, de una u otra manera terminamos todos sentados.

En la primera obra, La canción del destino, de Brahms no interveníamos, pero estábamos allí; un problema formal que quedó en buena medida solucionado al permanecer sentados al abrigo de la masa coral puesta en pie durante su interpretación. Bueno, no todos permanecimos en la sombra, algunos intentaron integrarse en el orfeón. Por proximidad espacial puedo citar el caso de Chus que, sentada con discreción en su silla, convirtió a la joven universitaria de la fila de delante en una “prima donna”; sus compañeros la miraban sorprendidos sin comprender de dónde salía aquella voz y, en una pausa del ensayo, la cordobesa se volvió y, entre admirada y agradecida, le dijo a Chus: “Niña, vaya torrente de voz que tienes”.

Y como todo llega en la vida, llegó también el momento en que Carmona, con mano diestra, iniciara el ensayo de la Sinfonía nº 2 de Mahler. La obra dura algo más de una hora, y los coros sólo intervienen en la parte final de la misma, de manera que debíamos afrontar una larga espera. En el primer movimiento, Mahler se plantea las preguntas esenciales sobre el sentido de la vida. Su música fluía con la delicadeza de un poema orquestal. Pero el frío de la catedral empezaba a notarse; y el hambre, al parecer, también, porque Inés se volvió para decirme: “Necesito un bocata calamares”.

La Sinfonía caminaba ya por su segundo movimiento, en el que se recuerdan los momentos más felices de la vida ya extinguida. La trascendencia del mensaje de Mahler no parecía suficiente para calmar la inquietud natural de doscientos coralistas, la mayoría muy jóvenes, durante tanto tiempo. Empezaron a formarse pequeñas tertulias aquí y allá, a aparecer los móviles; Carmona lo había dicho: “tenéis que buscaros la vida”, y Juanma lo hacía hincándole el diente con saña a un sandwich con el que pretendía combatir su resfriado.

En el tercer movimiento Mahler subraya el sinsentido de la vida adulta, y en esas estábamos cuando alguien pasó una caja de orejones que nos cambió la perspectiva existencial; una sensación que se consolidó con las rosquillas de Arjona que nos hizo llegar Juan.

Carmona estaba pendiente de todo y, antes de comenzar el cuarto movimiento nos pidió calma: “A las once estamos fuera”, ”vamos, que nos vamos”. Pero el suministro era insuficiente para paliar tanta escasez y aquello más que la Sinfonía nº 2 de Mahler empezó a tomar un aire zarzuelero, en concreto el de Agua, azucarillos y aguardiente y su celebrada escena:

 

Yo quio come

Yo quio cena

¿Y tú que quieres?

Yo quio mea

 

Así estaban las cosas cuando Carmona inició el quinto y último movimiento. Cantar con una gran orquesta, con una gran masa coral, que desconocíamos, era un privilegio pero al mismo tiempo una fuente de incertidumbres. Las referencias musicales adquiridas en el tiempo de aprendizaje de la obra habían quedado pulverizadas. Había que improvisar y establecer, si se podía, otras nuevas. Aquella era la última oportunidad.

Cada uno hizo lo que pudo, claro, cada uno tuvo sus particulares sensaciones, pero a la salida del templo, el ambiente era de optimismo generalizado. Muchos pensamos que había ido mejor que en el anterior ensayo y creíamos con lógica elemental que, en la actuación del día siguiente continuaría esa progresión. Y con ese reconfortante convencimiento nos fuimos a reponer fuerzas, porque, además, la noche sevillana, la primavera incontenible, invitaba a cualquier cosa menos a la melancolía.

Y así, poco a poco, se fue deshilachando la noche.

 

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El 19 de marzo de 2010 amaneció gris, pero las nubes sólo trajeron unas contadas gotas de agua como para hacer más apetecible el cálido momento del desayuno: una taza de café y unas torrijas con sabor a Semana Santa. Al salir de la cafetería, el sol ya había disipado la bruma y se ofrecía, generoso, para acompañarnos en la visita a los primorosos rincones de la ciudad. Primero éramos cuatro pero a medida que la mañana avanzaba el grupo fue creciendo, y cuando nos sentamos en la terraza de la Hostería del Laurel, en pleno barrio de Santa Cruz, ya estábamos reunidos la mitad del Coro. Allí se incorporaron también Mari Ángeles y Joaquín, que habían llegado para brindarnos su apoyo, para mitigar nuestra sensación de orfandad. Influenciado quizá por Mahler y su búsqueda de respuestas a las cuestiones trascendentes de la vida, yo pensaba que aquel momento en Sevilla, en una plaza cargada de resonancias donjuanescas, respirando aroma de azahar en torno a una fría y reparadora cerveza, y sobre todo rodeado de gente buena, constituía un ejemplo palpable de la anhelada y huidiza felicidad. Tras ese instante de debilidad existencial, y preocupado por si la sombra de Mahler comenzaba a pasar factura en mi equilibrio anímico, volví a lo mío, a intentar comprobar si era capaz de afinar ese Auferstehn esquivo que me traía a maltraer.

Para un Coro de la corta trayectoria del nuestro, cada actuación supone alguna suerte de novedad, ocupar algún espacio sin explorar. En este caso las novedades no eran cualquier cosa: cantar bajo las órdenes de un director ajeno al Coro, y hacerlo junto a otras masas corales a las que tampoco conocíamos. La excepcionalidad de la ocasión se evidenciaba también en nuestro atuendo, pues era la primera vez que los hombres utilizábamos traje, mientras las mujeres prescindían del toque colorista del pañuelo para vestir de riguroso negro.

La entrada a la iglesia por el estrecho corredor de la sacristía de los trescientos integrantes de la orquesta y coros ya evidenciaba la complejidad del operativo. Un concierto arriesgado, no tanto por la incertidumbre del Auferstehn como por la posición de los tenores, cuyas sillas quedaban a sólo unos centímetros del abismo. A juzgar por la experiencia del día anterior, otro de los riesgos era el del frío, una amenaza que, a pesar de su invisibilidad, podía tener efectos devastadores. Amparados en la circunstancia de tener que permanecer sentados y semiocultos por la gran masa coral, algunos decidimos subir al estrado protegidos con prendas de abrigo y permanecer así hasta que fuera inminente la actuación. Era la salud lo que estaba en juego.

El templo, elegido entre otras razones por su excelente acústica, estaba integrado en la propia Catedral, y aparecía abarrotado de un público expectante que ocupaba, de pie, todos los espacios posibles. Allí, en las primeras filas, pude descubrir a Mari Ángeles que por una vez permanecía inmóvil frente a su Coro, aunque desde la forzada pasividad nos transmitiera confianza.

Desde el inicio del concierto hasta nuestra intervención transcurría una eternidad que comenzaba con Brahms. Tiempo para observar las características arquitectónicas de una iglesia con cuatro siglos de historia, la cúpula, las esculturas y retablos que la han ido enriqueciendo con el paso de los años; tiempo para tratar de calmar a nuestras inseparables mariposas que se agitaban inquietas en el estómago, porque, inexorable, llegaba el momento.

Tras los aplausos con que el público acogió La canción del destino, Carmona se situó de nuevo frente al atril, colocó la partitura, se ajustó las gafas y atacó sin demora la Sinfonía nº 2 de Mahler. Tiempo ahora para admirar el trabajo del director, su capacidad para dominar aquella fuerza desatada, para controlar los distintos instrumentos, para dar indicaciones sin perder el compás, siempre cambiante, de la Sinfonía. Se aproximaba la hora, la hora definitiva, como anunciaban unas trompetas lejanas; el tiempo del terror y la rendición ante el que nosotros “el Coro de los bienaventurados” extenderíamos como un bálsamo ese Auferstehn ja Auferstehn, “Resucitarás, sí, resucitarás”. El corazón latía cada vez más fuerte, más deprisa, al compás de los timbales que nos anticipaban la llegada del  Juicio Final. Una flauta evocó el trino del último pájaro y se produjo un silencio sobrecogedor. Entonces, Carmona, con un gesto suave dio entrada al coro para, ahora sí de verdad,  susurrar el  Aufherstein, ja Aufherstein.

            De lo que sucedió a partir de entonces, de lo que sintió cada miembro del Coro en ese tiempo mágico poco puedo decir porque el Coro es una manifestación colectiva, pero los sentimientos son individuales. Alguien dijo al terminar todo que no pudo cantar porque estaba llorando. Yo salí diciendo que el haber podido participar en el apoteósico final, tan sólo en esas frases finales, era una vivencia que compensaba con creces de todos los esfuerzos y posibles sinsabores dedicados al montaje de la obra. Era una experiencia, decíamos, irrepetible, pero se pudo repetir y además de inmediato porque, ante los sostenidos aplausos, Carmona concedió como bis la interpretación precisamente de esos  minutos finales. Entonces, liberados ya de cualquier tensión, aunque con algunas voces rotas por el frío, pudimos dar lo mejor de nosotros mismos. Las paredes de la iglesia temblaban todavía cuando alcanzábamos la calle subidos en una nube.

 Cuando aterrizamos, nos encontramos en la “Taberna Torre de Plata” que se convirtió en nuestro profano escenario. Libres ya de las ataduras, de los estrechos márgenes que nos permitía Mahler, desgranamos allí, entre cerveza y cerveza, lo más popular de nuestro repertorio. El tabernero, desafiando las ordenanzas municipales, participaba sugiriendo nuevos temas, y los viandantes hacían sus peticiones del oyente, como aquel Cumpleaños feliz que sin duda lo fue para el anónimo sevillano. El cansancio de tanta tensión vivida empezó a pasar factura, y algunos nos retiramos. Pero, al parecer, la noche no terminó ahí.

 

*      *      *

 

A la mañana siguiente, con el AVE devorando kilómetros, se contaban historias para no creer: los coches detenidos en medio de la calle para unirse a la heroica representación del Coro que desafiaba a la madrugada; se hablaba de que en uno de esos coches viajaban un niño de pocos meses y una abuela de muchos años que se sumaron de inmediato al espectáculo; se hablaba de otro vehículo de catalanes rendido a las Sevillanas de Tarrasa que Merche les dedicó; contaban que un grupo de Erasmus  celebró entusiasmado la enésima interpretación de El Menú; y por hablar, hablaban hasta de la tuna universitaria con la que terminaron en una discoteca tan pequeña, tan pequeña, que sólo podían bailar agarrados.

Contagiado quizá de esa atmósfera surrealista, desempolvé del baúl de mis viejos recuerdos musicales un tema juvenil, de fuego de campamento, que creía olvidado. No quería cantarlo, pero lo cante; la cándida letra decía así:

Ay qué bien que se ha muerto un cura

Ay qué bien dice la comunidad

Ay que bien un hermano al cielo

Ay qué bien una ración más

 

Mientras el coro apostillaba entre frase y frase:

 

¡Ay que bien, Ay qué bien!

 

Y tan pronto como terminé de cantarla me arrepentí de haberlo hecho, porque presentía lo que iba a suceder, como así  ocurrió. Porque al llegar el AVE a la Estación de Atocha emergió del fondo del asiento, en un extremo del vagón, un anciano sacerdote al que nadie había visto, que tras recoger su equipaje, salió discretamente del tren. Por su cara podía adivinarse su convencimiento de que éramos un grupo de radicales antirreligiosos a los que era mejor evitar.

 

                                          ( 22 de marzo de 2010)

 

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